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Viva el Perú

Viva el Perú Carajo…

Reflexionemos

¿Vale la Pena Vivir la Vida?

“Si se pudiera proteger a los acantilados de las tormentas, nunca podría admirarse la belleza de sus quebradas”

Elizabet Kübler

Muchas veces hemos sentido que la vida no vale la pena vivirla. En un caso extremo, escuché en la radio a una mujer que decía: “No quiero tener hijos, porque solo se viene a este mundo a sufrir. Y quiero ahorrarles ese sufrimiento”.

Pero… ¿Realmente la vida es así? ¿O nosotros la hacemos así?

Lo que realmente te hace sufrir, no es la vida en sí… son tus expectativas respecto a cómo debería ser el mundo o cómo debería actuar tal persona.

Por ejemplo, cuando te enojas con tu pareja porque no llegó a tiempo o no te expresa su amor como a ti te gustaría que lo hiciera.

Entonces, lo que te daña no es tu pareja… son tus pensamientos y emociones con respecto a como debería actuar tu pareja, de acuerdo a la etiqueta del hombre o mujer perfecto que tienes.

Si sufres porque la vida es cruel… es porque tienes un concepto equivocado de lo que realmente es. Crees que en la vida todo debería ser felicidad.

Imagínate que piensas que un bosque debe ser con puras rosas, ríos limpios, venados corriendo, un sol reluciente y una suave lluvia.

Pero cuando vas a uno ¡Oh sorpresa! También hay insectos, serpientes… y la lluvia ¡es un diluvio!

Imagínate sufriendo porque lo encontraste así y diciéndote “No vale la pena estar en un bosque, es horrible: serpientes, bichos ¡que horror!” ¿No tiene sentido verdad?

En el fondo sabes que así es un bosque. No como tú pensabas que era. Lo que puedes hacer, es estar alerta contra las serpientes. También, cubrirte para que la lluvia no te moje.

Y disfrutar las rosas que veas y los venados.

Simplemente aceptas la naturaleza como es y no te lamentas. Te adaptas a ella.

En la vida, es igual. Cuando la vemos como un paquete completo, en el que hay amor, muerte, instantes imborrables y fracasos dolorosos, la aceptas como es.

A partir de esa aceptación, puedes adaptarte a ella. Pregúntate que capacidad dormida en ti, necesita salir a flote cuando te enfrentes a un nuevo desafío.

Por ejemplo, yo de niño no sabía bailar salsa. La necesidad de gustarle a las niñas me hizo aprender ¡Ahora he llegado hasta dar clases de baile!

Me daba miedo hablar en público. Era muy tímido. La necesidad y las circunstancias me obligaron ha hablar en público ¡Ahora soy conferencista! Imagínate cuantas capacidades dormidas en mí, se han despertado por la necesidad.

Siempre pregúntate ¿Qué capacidades dormidas en mi tienen que salir a flote con este desafío?

El dolor y las derrotas son una gran oportunidad para replantearnos como estamos viviendo la vida. Te confieso que acostumbro caminar cerca de los bosques, lejos de la gente, cuando las tormentas de la vida hacen que se me pongan las cosas difíciles.

Anclarme dentro del ruido cotidiano cerca de la naturaleza, dándome un breve espacio para reflexionar acerca de mis desafíos actuales y replantearme nuevas metas, ha sido invaluable para mi.

Si no, ya me habría vuelto loco.

Te recomiendo que hagas lo mismo. Busca un espacio diario de reflexión.

Todos somos producto de nuestras reacciones ante los retos. Somos hermosas quebradas hechas por las tormentas de la vida.

“Un guerrero acepta su suerte, sea cual sea, y la acepta con total humildad. Se acepta a sí mismo con humildad, tal como es; no como base para lamentarse, sino como un desafío vital”

Juan Castaneda

Tus circunstancias acéptalas como son, y pregúntate “¿Qué puedo hacer al respecto?” Te sorprenderá como a mí lo sencillo que es solucionar un problema, una vez que dejes de pensar en el y te enfoques en resolverlo.

Generalmente, las mejores oportunidades de nuestra vida, vienen disfrazadas de problemas.

No importa cuales sean estos. Siempre existe una solución.

Así que ¡ha disfrutar la vida se ha dicho!

Suerte

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Por qué Celebro la Navidad

En la mitología griega, Apolo, hijo de Zeus, dios de la luz, fue desterrado del Olimpo y convertido en mortal como castigo por su rebeldía. Heracles, también hijo de Zeus y de una reina mortal, es convertido de hombre en dios hacia el final de sus días en mérito a sus hazañas. Al dios Prometeo, por haber osado devolver el fuego a los hombres desafiando a Zeus, no se le castiga con la pérdida de la inmortalidad, pero se le encadena a una roca para que su hígado sea devorado ritualmente cada día por una enorme águila y experimente así el dolor de la muerte por toda la eternidad. Es así que la relación entre lo divino y lo humano pareciera ser la historia de la relación entre la gracia y la condenación.
Curiosamente, la navidad cristiana celebra más bien la insólita decisión de un dios de hacerse mortal voluntariamente en nombre del amor. Más aún, la decisión de convertirse en un hombre pobre, en el seno de una familia humilde, de una ciudad marginal, y de un pueblo sometido y despreciado por Roma.
Lo que se registra de la trayectoria de Jesús como personaje histórico da cuenta, en efecto, de alguien de origen muy humilde que gozaba de una enorme ascendencia entre su gente, y que no buscó nunca ser aceptado por la aristocracia de su tiempo ni, mucho menos, congraciarse con el poder. Por el contrario, fue alguien que buscó compenetrarse con los segmentos más excluidos de su propio pueblo. Se esforzó además en demostrar que la virtud y la grandeza estaban asociadas a la sencillez y la apertura a los demás, y que la pobreza era un estado material escandaloso pero no un estigma moral ni una degradación del espíritu.
En otras palabras, la trayectoria de Jesús confirma el sentido del gesto original, el de la radical humanización de un dios todo poderoso: compasión, solidaridad, apertura, disponibilidad, entrega y compromiso generoso con la necesidad del otro, en particular del más débil, del que se encuentra en situación de mayor fragilidad.
La navidad en su dimensión más festiva no debiera celebrar otra cosa más que esto. No el nacimiento de un niño dios sino la transformación de un dios en niño, es decir, en un ser humano en su estado más vulnerable, en medio del olor de las vacas por añadidura, despojado de todo privilegio. Si celebramos y, sobre todo, si adherimos al testimonio de semejante desprendimiento en nombre del amor, poco importa si la escenografía de la fiesta navideña está compuesta por símbolos andinos u occidentales o si las circunstancias personales que rodean a esta fecha no son eventualmente las más afortunadas.
Se ha discutido siempre, además, la distorsión mercantil que ha hecho de la navidad la sociedad de consumo, pero valgan verdades, la ausencia de regalos al pie del árbol no es mejor que su abundancia, si acaso no perdemos de vista dónde exactamente es que necesita estar depositada la razón de nuestra esperanza y cuál es el compromiso de vida que necesitaríamos evaluar y ratificar cada diciembre. O, simplemente, comprender y valorar desde posturas legítimamente más agnósticas.
«Honraré la Navidad en mi corazón y procuraré conservarla durante todo el año» dijo Charles Dickens alguna vez. Quizás se refería, justamente, a esta necesidad de comprender que la fiesta conmemorativa o la alegría de estar juntos no son motivo suficiente para hacer de la navidad una genuina celebración del amor. Es decir, del amor comprometido, que implica el descubrimiento y la aceptación del otro, más allá de las fronteras del propio interés o conveniencia personal.
Algo nada fácil para quienes se han acostumbrado a asociar la noción de dios a una entelequia invisible y abstracta a la que se le puede rendir culto con comodidad y sin mirar a nadie. Yo celebro la solidaridad y también la esperanza de llegar a ser alguna vez un país cuyos habitantes se distingan por su apertura genuina y permanente al derecho y a las necesidades de los demás.

Instrucciones para Subir una Escalera

Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la derecha en la horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos elementos, se situá un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquiera otra combinación producirá formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de transladar de una planta baja a un primer piso.

Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie).

Llegando en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los movimientos hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el momento del descenso.

Julio Cortázar

Me Enferma

Me Enfermas


Eres tú mi vicio
Tú, mi enfermedad
Es como una fiebre de felicidad
No quiero curarme
De este mal de amor

En vez de mejorarme prefiero estar peor
Quiero yo empaparme
Todo con tu piel
De ese venenito, que tiene tu piel

Con agua de rosas
Dame una inyección
Ponle algún remedio a mi corazón
A mi corazón, a mi corazón, a mi corazoooon!!!!!

Ese cuerpo que tú tienes me enferma
Me enferma, me enferma
Esos ojos que tú tienes me enferma
Me enferma, me enferma
Esos labios que tú tienes me enferma
Me enferma, me enferma
La cintura que tú tienes me enferma
Me enferma, me enferma

Llenaste tú mi vida
De yo no sé que
Eres como azúcar, para mi café
Dame tu avalancha de sensualidad
Contagia mi alma, con tu enfermedad

Ven acá mi vida, venme a rescatar
Eres la ambulancia que me ha de salvar
Dame de tu cuerpo, una transacción
Un suero de besos con loca pasión
Con loca pasión, con loca pasión
Con loca pasión

Ese cuerpo que tú tienes me enferma
Me enferma, me enferma
Esos ojos que tú tienes me enferma
Me enferma, me enferma
Esos labios que tú tienes me enferma
Me enferma, me enferma
La cintura que tú tienes me enferma
Me enferma, me enferma

Llenas tú mi vida
De yo no se que
Eres como azúcar, para mi café
Dame de tu cuerpo, una transacción
Un suero de besos con loca pasión
Con loca pasión,Con loca pasión
Con loca pasión

Ese cuerpo que tú tienes me enferma
Me enferma, me enferma
Esos ojos que tú tienes me enferma
Me enferma, me enferma
Esos labios que tú tienes me enferma
Me enferma, me enferma
La cintura que tú tienes me enferma
Me enferma, me enferma

Ese cuerpo que tú tienes me enferma
Me enferma, me enferma
Esos ojos que tú tienes me enferma
Me enferma, me enferma
Esos labios que tú tienes me enferma
Me enferma, me enferma
La cintura que tú tienes me enferma
Me enferma, me enferma

Jon Secada

El Chevrolet que ya No quería Caminar

Me era más o menos frecuente encontrarme, camino a la escuela, con ese añejo y hoy en día invaluable Chevrolet Roadmaster saliendo del mercado, cargado de sacos con verduras hasta el límite de sus fuerzas. Los bultos lo rebalsaban literalmente, pues costales, bolsas y canastas se salían por las ventanas hasta invadir y colmar el techo sin misericordia. El pobre auto caminaba muy despacio y los incontables kilos de yuca, papa, camote y coliflor que llevaba a cuestas, presionaban la carrocería hacia abajo hasta hacerla rozar el suelo. Era un espectáculo curioso y conmovedor, que despertaba en mí una extraña mezcla de risa, asombro y piedad.
Más adelante, cuando aprendí las leyes de la física, descubrí por ejemplo que si sobre un cuerpo no actúa ningún otro, este permanecerá indefinidamente moviéndose en línea recta con velocidad constante. Se deduce entonces que, en caso contrario, la velocidad queda afectada y hasta podría cesar el movimiento. Entonces comprendí que lo que le ocurría al pobre Chevrolet de mi infancia, le ocurría también a los barcos y submarinos, a las naves espaciales o a las carretas tiradas por burros: el peso de su carga puede llegar en algún momento a hacerles perder velocidad e incluso a paralizarlos. 

En verdad, no es difícil imaginarlo. Cuando el peso que se arrastra supera sus fuerzas, el auto se planta sin contemplaciones, el barco y el submarino se hunden en las profundidades del mar, la nave cae a tierra y el burro se detiene, sin que nada ni nadie pueda volver a moverlo. Allí no hay transacciones que valgan, las invocaciones no funcionan, las promesas, los premios o los castigos tampoco, los ruegos menos. El movimiento simplemente se cancela y punto.

Con los años comprendí que esta sencilla sabiduría de las máquinas y los animales, muy avalada por las leyes newtonianas, no la tenemos los humanos. Acumulamos sobre las espaldas numerosas obligaciones, de respetable peso y volumen, sin preguntarle al cuerpo, a la mente o al corazón hasta dónde pueden cargar con ellas y, lo que es peor, forzándolos a mantener la misma celeridad. Y como el viejo Chevrolet, arrastramos por plazas y calles, con asombroso estoicismo y resignación, voluminosos costales repletos de deberes impostergables, esforzándonos hasta el delirio por no perder el ritmo.

En ocasiones, hacer esto se vuelve inevitable. La necesidad material o las crisis de distinto orden suelen obligar al sobre esfuerzo. Sin embargo, más allá de cualquier circunstancia, a veces convertimos la rutina y el destino de aquel Chevrolet en una (gloriosa) manera de vivir. Ocurre que no toda desmesura en la auto exigencia tiene siempre una motivación objetiva, ni tampoco –muy importante- todo esfuerzo, desesperado o sereno, torpe o sagaz, por aliviar la carga es necesariamente expresión de inconsciencia, indolencia o desamor.

Yo he actuado muchos años como el viejo Chevrolet. Y es por eso que ahora, cada vez que descargo un saco de maíz o me resisto a subir otro de azúcar, aunque sea por hoy, aunque sea hasta la esquina o hasta el próximo lunes, debo luchar contra la culpa y el bochorno o enfrentar reproches, rencores y antipatías. Contra mi antigua costumbre, cada vez que el peso de las obligaciones que cargo con entusiasmo empieza a tirarme hacia abajo y está a punto de derribarme otra vez, suelto alguna. Y asumo, no sin dolor pero con serenidad, todas las consecuencias.

¿Cuál es el límite? Es muy difícil estimarlo. Hay momentos en los que puedes jalar varias sogas al mismo tiempo sin perder el paso. Hay instantes en que apenas puedes con una. La medida no es sólo física, es también espiritual, aunque es el cuerpo generalmente el que te enciende las luces rojas. En el código del viejo Chevrolet, podría ser sólo cuestión de llantas o combustible, pero también el motor, el sistema eléctrico y hasta la resistencia de su estructura metálica, que es una el día de su estreno y otra después de recorrer miles de kilómetros. En cualquier caso, el auto detiene su marcha cuando toca fondo. Nosotros no.

Me gusta lo que hago. Me ilusiona lo que hago. Amo lo que hago. Por estas tres simples razones, quiero seguir haciéndolo por muchos años más. ¿Puedo hacer más de lo que hago? Sí, mucho más, de eso estoy seguro, pero sólo por poco tiempo. Eso no lo sabía antes, lo sé ahora. Por eso espero, confío, ruego, que cada vez que esto no se entienda ni se acepte, me tomen prestado el recuerdo de aquel Chevrolet de mi niñez, repasen la ley de la inercia y el principio fundamental de la dinámica, y apliquen estas nociones a sus propias vidas. Cada vez me convenzo más de que, al menos los de mi generación, tendríamos que aprender a vivir con una cuota menor de realizaciones y una dosis mayor de salud mental, no sólo por el propio bien sino de todo lo que más amamos.